lunes, 10 de marzo de 2008

El oasis


Hoy siento nostalgia. Sucre es un oasis al otro lado del Atlántico, pensamos nosotros, y desde el otro lado tal vez nos mirarán extrañados pensando que el oasis está aquí. Allí hay niños que crecen con la piel hecha escamas bajo el sol del altiplano, viviendo en las calles con ropa vieja, sin perder la alegría a pesar de que muchos tienen el alma maltratada. Las familias desmembradas, las zonas rurales hundidas en la miseria, la alarmante falta de medios que se hace patente por mucho que se la ignore. No hay que irse tan lejos, es cierto. Aquí también hay miserias y niños descalzos. Tal vez menos, y tal vez con más posibilidades de salir de ese agujero, se le ocurre a mi mente occidental. Me equivoco, probablemente. La miseria no tiene grados, por más que nos empeñemos en creerlo así. La desgracia ataca y daña de manera universal, desgraciadamente, y no hay que irse tan lejos para comprobarlo.

Sin embargo, ha sido en Sucre donde yo he descubierto el oasis. En Sucre me siento afortunada. Afortunada por todo lo que aquí tengo, y afortunada sobre todo por todo lo que allí nos dan. En Sucre nos dejan sentir el milagro que es compartir, podemos ayudar, pero sobre todo somos nosotros los ayudados. Marta escribía que en Sucre se vive de otra manera, y es cierto. Allí sentimos al límite durante un mes, es un ritmo emocional frenético contenido en un modo de vida más calmado de lo habitual. Podemos contemplar una puesta de sol, pero además también la valoramos y disfrutamos más que nunca, como un canto a la vida (y si no que le pregunten a Blanca y sus saetas a la luna). La lucha diaria para salir adelante de los que nos rodean nos sirve de estímulo e inspiración.

En Sucre descubrí que es posible dar y recibir de forma sincera entre dos desconocidos (que te manguen la cámara de fotos no cuenta). Hay algo que nos une a todos, en el fondo, y es ese vínculo alejado de convenciones sociales, conectado con nuestro yo más auténtico, más sensitivo, el que nos permite labrar relaciones intensamente afectivas con los niños y trabajadores de los centros que visitamos en Sucre. Sucre es un oasis porque allí nos quitamos la careta-no hay otra forma de sobrevivir-y resulta que debajo de la máscara uno descubre buenas personas. Sucre es nuestro oasis, pero lo es, precisamente, porque allí he aprendido que puede estar en cualquier lugar. Sólo hay que desenmascararse, dejarse llevar y confiar en las personas ordinarias, en las buenas personas que, curiosamente, resultan ser las más extraordinarias.

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