Transcribo otra parte de mi diario, mi primera tarde en el psico, en la unidad infantil:
Me siento en el patio de la unidad de pediatría del psico, al sol de la tarde. En este patio alegre, pintado de colores vivos y salpicado de un césped quemado a parches por el sol del Altiplano vamos a jugar con los niños tras haberles dado lo que aquí llaman té. Delante del banco corrido en el que me siento hemos dispuesto en hilera las sillas de los niños con parálisis cerebral, y se ha hecho el silencio.
"Vamos a llevarlos al patio a hacerlos jugar", me ha dicho una cuidadora, y ese "hacer jugar" cobra ahora mucho sentido. Fernando, Miguel y Marcelo están delante de mí, quietos, entumecidos, y aparentemente ajenos a lo que les rodea. No sé cómo jugar con un niño así: estoy acostumbrada a que jueguen, no a "hacerles jugar". Me cruza el pensamiento la tristísima idea de que efectivamente estos niños no tienen la capacidad de jugar y ser niños. Mientras ellos babean trato de estimularlos tocando sus pies, sus brazos, pero no parecen sentirme.
Noto, siento su derecho a jugar, a ser niños, y no asimilo que no haya un culpable de que no puedan ejercerlo. A mi derecha se sienta Doña Teresa, toda de blanco con su uniforme, con cara de indígena y los ojos cansados: como casi todas las mujeres de aquí, apuesto a que es mayor de lo que aparenta. Canta canciones a Marcelo, gesticulando mucho pero en la voz queda y agusa que tanto se oye por aquí. Marcelo se ríe, y yo intento algo parecido con Miguel y Fernando.
Fernando, tras dos horas en las que me he encargado, cucharada a cucharada, de que se trague el pan mojado en leche, de llevarlo al jardín y luego al patio, de hacerle masajes, se ríe. Es una risa casi inapreciable, pero le sigue una sonrisa amplia, torcida y llena de babas y dientes sucios que yo recibo como el mejor galardón del mundo: se me cae una barrera con esa sonrisa de Fernando cuando le hago cosquillas por todo lo largo de sus piernecitas.
Ahora sé que los ojos entornados y perdidos de Fernando me están mirando a mí, aunque antes no me diera cuenta. Fernando me oye y me huele, agradece mis caricias y mis juegos, y sonríe inocente y divertido cuando le hago cosquillas, como cualquier otro niño. Miguel advierte que Fernando se ríe y estira su brazo y su dedo hasta tocar su silla "hola, Fernando, estoy aquí", le está diciendo. Seguidamente patalea un poco y gira su cabeza como puede, abordándome esta vez a mí: "yo también quiero".
Me siento en el patio de la unidad de pediatría del psico, al sol de la tarde. En este patio alegre, pintado de colores vivos y salpicado de un césped quemado a parches por el sol del Altiplano vamos a jugar con los niños tras haberles dado lo que aquí llaman té. Delante del banco corrido en el que me siento hemos dispuesto en hilera las sillas de los niños con parálisis cerebral, y se ha hecho el silencio.
"Vamos a llevarlos al patio a hacerlos jugar", me ha dicho una cuidadora, y ese "hacer jugar" cobra ahora mucho sentido. Fernando, Miguel y Marcelo están delante de mí, quietos, entumecidos, y aparentemente ajenos a lo que les rodea. No sé cómo jugar con un niño así: estoy acostumbrada a que jueguen, no a "hacerles jugar". Me cruza el pensamiento la tristísima idea de que efectivamente estos niños no tienen la capacidad de jugar y ser niños. Mientras ellos babean trato de estimularlos tocando sus pies, sus brazos, pero no parecen sentirme.
Noto, siento su derecho a jugar, a ser niños, y no asimilo que no haya un culpable de que no puedan ejercerlo. A mi derecha se sienta Doña Teresa, toda de blanco con su uniforme, con cara de indígena y los ojos cansados: como casi todas las mujeres de aquí, apuesto a que es mayor de lo que aparenta. Canta canciones a Marcelo, gesticulando mucho pero en la voz queda y agusa que tanto se oye por aquí. Marcelo se ríe, y yo intento algo parecido con Miguel y Fernando.
Fernando, tras dos horas en las que me he encargado, cucharada a cucharada, de que se trague el pan mojado en leche, de llevarlo al jardín y luego al patio, de hacerle masajes, se ríe. Es una risa casi inapreciable, pero le sigue una sonrisa amplia, torcida y llena de babas y dientes sucios que yo recibo como el mejor galardón del mundo: se me cae una barrera con esa sonrisa de Fernando cuando le hago cosquillas por todo lo largo de sus piernecitas.
Ahora sé que los ojos entornados y perdidos de Fernando me están mirando a mí, aunque antes no me diera cuenta. Fernando me oye y me huele, agradece mis caricias y mis juegos, y sonríe inocente y divertido cuando le hago cosquillas, como cualquier otro niño. Miguel advierte que Fernando se ríe y estira su brazo y su dedo hasta tocar su silla "hola, Fernando, estoy aquí", le está diciendo. Seguidamente patalea un poco y gira su cabeza como puede, abordándome esta vez a mí: "yo también quiero".
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